El Madrid empezó, después de 4 años, como campeón de Liga y
no como aspirante. No es un tema para tomarse a la ligera. Especialmente si nos
referimos al Madrid de José Mourinho. Desde que llegó al banquillo del
Bernabéu, y debido a la situación complicada que había (en lo deportivo, y
también, en lo de fuera) en el Madrid en aquel momento, Mou se dedicó a
construir un discurso cuyo eje principal era un equipo de marcado carácter
rebelde y un paternalismo muy acentuado por parte del entrenador. Vamos a
explicarlo.
Es posible afirmar que en el año de la venida del mesías portugués
se produjo el máximo de competitividad del Barcelona en toda la era Guardiola.
Quién sabe si motivado por la llegada de Mourinho a España, por Villa o por una
suma de todos los factores, mas el caso es que en la 2010-2011 vimos al
Barcelona más fuerte de siempre. Evidentemente, y en estas circunstancias, el
trabajo que Mourinho desarrolló aquella temporada (con varios jugadores nuevos,
además de los “fichajes” de Marcelo y Benzema,
desaparecidos años antes) adquirió una dimensión colosal. Pero, más allá
del habitual esfuerzo por encajar las nuevas piezas, automatizar los mecanismos
de defensa y ataque y, en definitiva, inculcar su concepto de fútbol en una
nueva plantilla y en una cultura futbolística diferente, el trabajo de Mourinho
en sus dos primeros años, principalmente, fue psicológico. Ahí trabajó
sobremanera su característico paternalismo para con todos los miembros de su
grupo. Se erigió en el jefe protector de una manada compuesta casi en exclusividad
por niños dudosos y sin experiencia en batallas sangrientas ya que, con las
excepciones de Xabi, Cristiano, Casillas y Carvalho, ninguno de los jugadores
del Madrid podía presumir de una inteligencia emocional suficientemente fuerte
como para conducirse de manera autónoma en situaciones de alta exigencia. Nace
entonces, el discurso de la oposición. El discurso del aspirante. El Madrid de
Mourinho se construyó en torno a él.
Y el discurso, que aparentemente sólo se traduce en una
identidad extra-futbolística (en los periodistas, en las declaraciones, fuera
del césped en definitiva) trascendió a la mera lucha frente a un rival
objetivamente más fuerte: el enemigo contra el que ese Madrid se rebelaba no
era sólo deportivo, también lo era institucional. Y oscuro. La UEFA, el
estamento arbitral, Villar, la RFEF y, lo que más, el discurso hipócrita y
mezquino que rodeaba la marcha del Barcelona y que salia directamente de
Guardiola. Acumuló, pues, elementos de toda clase alrededor de los cuales todo
el madridismo se unió en una causa común como nunca antes lo había
hecho.Mourinho se opuso a todo eso, articuló para su Madrid un discurso rebelde
opuesto a todo ello, pero la influencia de esto pasó a la identidad del propio
equipo: los jugadores dependían emocionalmente demasiado de su entrenador. Con
el viento a favor, nada les estorbaba. Eran jóvenes, eran buenos y además
ganaban y su autoestima, tanto individual como colectiva, aumentaba (véan los
casos antes nombrados de Benzema y Marcelo). Sin embargo, frente al ogro, todo
volvía a oscurecerse. Era entonces cuando el padre protector se hacía
peligrosamente imprescindible no en la sala de prensa sino ahí debajo. En el
campo. Y Mourinho no es infalible. Ante una situación desfavorable, en un
contexto de sucia guerra emocional, y ante la imprevista (aunque no improbable)
aparición de un elemento desestabilizador del juego (Wolfang Stark, gracias a
la UEFA,) nuestros muchachos miraban a la banda y esperaban. Y, de repente, se
encontraban indefensos ante un enemigo más poderoso. La identidad de aquel
Madrid y su inmadurez emocional se reflejaba, inmisericordemente, en un
acobardamiento instintivo frente al equipo dominante cuando el jefe protector
Mourinho fallaba (semifinales Copa de Europa, 5-0, 1-3 de diciembre 2011).
¿Qué ha cambiado ahora? Todo. El triunfo en la pasada Liga
y, sobre todo, la manera en que se logró, ha dado la vuelta a esta situación
que podríamos calificar como extra- futbolística, o emocional. El gol de
Ronaldo en el Camp Nou valió más que una victoria, y más que una Liga. Le
devolvió al Madrid el mando. Y esta impresión la veo confirmada después de la Supercopa.
La inercia competitiva y la serenidad que mostraron los jugadores, contra la
ansiedad manifiesta y a la fragilidad mental que ante la Farsa antes les
sucedía, me reafirma en mi suposición inicial. Parece que Mourinho y los
jugadores lo están consiguiendo.
El principal interés que tenía esta temporada era comprobar
si el Madrid de Mourinho podía ser capaz de dar un salto cualitativo en el
aspecto mental, ya que de ello depende
en gran medida la victoria final en la Copa de Europa. La madurez psicológica
de un equipo, aunque parezca una consideración menor, es de vital importancia
en el fútbol de las alturas. Esto es, en una prórroga de las semifinales de la
Copa de Europa, por ejemplo. La excesiva dependencia emocional de un grupo de
futbolistas jóvenes y en general inexperto con su entrenador se justificaba por
la situación de inferioridad deportiva y contextual desde la que empezaba el Madrid en 2010 respecto al equipo dominante
en el fútbol mundial en los tres años anteriores. Mourinho lo absorbía todo,
canalizaba las críticas y la ira del vestuario hacia dentro y hacia fuera, pero
también ponía al equipo en una inevitable adolescencia emocional que
condicionaba la determinación de los jugadores en las situaciones difíciles.
Pero el Madrid ya no es el aspirante, el rebelde. La ansiedad por destronar al
Barcelona ya ha desaparecido y lo hizo con aquel gol decisivo de Cristiano.
Ahora, por fin, somos el equipo de referencia.
Y por ello, han de matar al padre. Metafóricamente, por
supuesto. Esto significa que los jugadores deben tener la suficiente confianza
en lo que hacen, en sí mismos, para afrontar partidos complicados y panoramas
difíciles sin tener que necesariamente mirar al banquillo esperando la solución
a los problemas. Mourinho es el mejor, pero también se equivoca. En el grado en
que los jugadores puedan solventar los partidos duros por sí mismos,
emancipándose del abrazo protector de Mourinho, estará en gran medida la
Décima. Entiéndan esto bien: no hablo de una estúpida autogestión, pues eso
sería ridículo y desastroso. Y absurdo, estando en el banquillo el mejor
entrenador del mundo. Lo que digo es que en los partidos grandes de verdad,
como en aquella ida de semis frente al Barcelona o en la prórroga frente al
Bayern, quienes de verdad deciden campeonatos y escriben la Historia son los
jugadores, y la madurez competitiva con la que se manejen en esas situaciones
en donde tanto depende el estado de ánimo y el conocimiento del trabajo bien
hecho.
¡¡HALA MADRID!!
Madridistas de Firgas.