miércoles, 9 de noviembre de 2011

MADRIDISMO

Miguel Ángel Salgado Fernández, natural de Las Nieves, Pontevedra, es un gallego rubio, bajito y duro. La vida lo trató bien. Seguramente, de no ser futbolista, habría empeñado su existencia en la carga, descarga y transporte de especias colombianas en las Rías Bajas (Galicia). Sin embargo, el destino le guardaba otras experiencias con el color blanco. Por que es indudable que el blanco de la camiseta del Madrid tiene índole metafísica, y Míchel, Salgado a pesar de estar muy lejos estética y cualitativamente de esa trascendencia, ejerció durante algo más de diez años como lateral derecho del Real Madrid. Nunca destacó por ser nada más que un aguerrido defensor al que durante sus buenos años sólo sostuvieron un gran físico y una admirable habilidad para aparecer siempre, en los planos de las retransmisiones televisivas, muy esforzado y sufrido. Pero hubo un día en que se ganó para siempre un sitio en mi Olimpo particular. En el Salón de la Fama de mi madridismo. Un día en que fue uno de los nuestros, y nos recordó a todos que, más allá de la corona, la banda morada, la M, la C y la F del escudo, sólo hay selva, embrutecimiento y barbarie. Precisamente él, Míchel. El tipo chepudo, aburrido y acabado que llevaba ya  sus ultimos años arrastrándose por la banda diestra del Bernabéu y sacándole brillo al banquillo por un puñado de euros. Ese día descubrí que los caminos del madridismo son inescrutables.

Hervía el Camp Nou de ruido y furia. Era un día de diciembre gris, feo. Llovía a mares sobre Barcelona y en el ambiente olía a sangre. A sangre madridista. Llegaba el equipo a la casa del enemigo como el cordero que llega al matadero a punto de ser degollado. De repente las cámaras enfocan a Míchel Salgado besándose el escudo, justo un instante antes de comenzar el partido. Un beso íntimo, de una carga simbólica y emocional gigantesca. Un beso de rabia y coraje. Apretando fuerte el parche de tela contra su puño, como susurrándole algo a la camiseta y a sí mismo. Aquel beso fue como un puñetazo en la mesa, como una arenga silenciosa y breve para hinchar el pecho de los nuestros. El último grito antes del combate. Además, fue un momento furtivo, apenas captado por la televisión, y que pasó desapercibido entre el griterío y el bullicio general que se respiraba antes del inicio del choque.


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Madridismo o barbarie. Uno mira esas imágenes, las repasa, y puede encontrar la explicación a lo que significa ser del Real o ser de cualquier otro, con sólo echarles un ojo. Un hombre solitario, en medio de una marabunta ferozmente antimadridista que esperaba con ansia animal una debacle de los nuestros, con esa risa forzada y mezquina que suele caracterizar a quien odia al Madrid cuando huele nuestra sangre. Es una bella metáfora. Ser madridista es mantener cierto tipo de integridad en medio de la brutalidad social y vital en el que vivimos. Una especie de señorio, antiguo, sobrio, encarnado por Santiago Bernabéu y mantenida en el tiempo y en la historia por Di Stéfano, Miguel Muñoz, Luis de Carlos, Butragueño, Zinedine Zidane, y Florentino Pérez. Caballeros madridistas que moldean una estirpe diferente de club, de institución y de aficionados. Estirpe que nos diferencia, distingue y separa de los otros clubes y tribus que en España nos rodean, marcando las distancias y el límite entre los señores y los payasos de feria. Y estirpe que también nos salva, a modo de apagafuegos, de la decadencia en la que nos sumergimos de la mano de algunos golfos amorales y de dudosos escrúpulos (y maneras) que, cada cierto número de años, el destino pone en nuestro camino para recordarnos que, a pesar de ser el Mito, también nos podemos hundir. Estos siervos que caminan tras nuestros pasos susurrándonos que somos mortales han adoptado siniestros nombres a lo largo de la historia reciente madridista: Ramón Mendoza, Lorenzo Sanz, Ramón Calderón.

Santiago Bernabéu dió al mundo una institución modélica no sólo en lo deportivo, y ahí, precisamente, radicaba gran parte de la magnificencia y venerabilidad del Madrid. El Real era el ejemplo. El pionero. Quien abría caminos y marcaba el paso en el desarrollo del deporte profesional español. El patriarca del fútbol hispano que, con actitud condescendiente e incluso con ternura paternalista, guiaba a los demás, al rebaño, mientras seguía ganando títulos y escribiendo con letra de oro la historia del fútbol mundial. Fundábamos ciudades deportivas, construíamos estadios colosales, fuimos uno de los que crearon la Copa de Europa, hacíamos giras por tierras lejanas. El club tomaba bajo su protectora ala a todo chico de provincias o extranjero que con juventud e inexperiencia llegaba al equipo, y lo asesoraba, intentando formar no sólo futbolistas, sino hombres. En estos tiempos en los que hipócritas faltos de dignidad y vergüenza proclaman abiertamente, ante el mundo, “el valor de tener valores”, haciendo de ello marketing, propaganda e infamia, es más que nunca procedente recordar que de los principios no se alardea, sino que se tienen, y que la humildad tampoco se vocea, sino que se practica en silencio y discreción. Y conviene rememorar que el Madrid, desde antiguo, fue el portador de la bonhomía institucional en España. Cuando no había Internet, ni la publicidad era un arte de manipulación y engaño aliada de los medios de comunicación de masas con la que vender unos valores ficticios y prefabricados como los cocinados en el GuardiolaLab.

Para pagar todo esto, el dios del fútbol nos pone piedras en el camino en forma de Lorenzos, Calderones y Mendozas. Para descubrirnos que bajo la sombra inmensa, infinita y homérica que el club proyecta, hay un lado tenebroso y pícaro, confabulado con ese carácter oportunista, populista y mísero del espíritu español, del que son fruto estos personajes. Gente que, aprovechando las coyunturas desgraciadas o turbulentas que ha vivido el Madrid en algunos momentos puntuales, consiguió dar el gran golpe al que aspira todo español bien nacido: “el pelotazo” de ser presidente del Real Madrid. La institución que con rectitud y buen hacer construyeron y construyen caballeros madridistas se encuentra entonces en manos de ventajistas. De pícaros que no tienen otro propósito que enriquecerse a costa del club, y de labrarse su propia y efímera fama subiéndose encima del poder de atracción del Madrid en España y el mundo, succionando todo lo que puedan, mientras les dure el chollo. Pagando sus desmanes, su ambición miserable, su ignorancia con el prestigio inagotable del club y dejando un solar lleno de jirones y sombra tras su paso. 
Ni dos Copas de Europa iban a evitar el colapso económico que Lorenzo Sanz dejó en herencia a Florentino en el 2000, ni tampoco un par de heroicas Ligas impidieron que la policía judicial registrara dependencias del Santiago Bernabéu en busca de las pruebas, y de las huellas, de la indignidad de Ramón Calderón. Toda la honorabilidad y el prestigio del Madrid metidos en sacas cargadas en furgones policiales, en quizá el episodio más lamentable de nuestra historia reciente.


El Madrid es el único club capaz de regenerarse históricamente, superando estos ciclos de oscuridad, regresando siempre al linaje común y vertebrador de toda su filosofía e historia: el viejo señorio encarnado en Bernabéu y actualizado por Florentino Pérez. Manteniendo las constantes, reconocibles en el tiempo y en el espacio. Constantes que permiten sobrevivir a esas etapas de ocaso, decadencia y pérdida de usos y costumbres, y que permanecen inalterables en el fondo de afición, equipo e institución, posibilitando un eterno retorno a la grandiosidad de siempre.

Esa conciencia de ser el baluarte de lo civilizado frente a la corrupción que pudre España en todas sus manifestaciones, nos acerca a Europa, y nos une directamente con rivales odiados a la vez que admirados. Pues en el Bayern, en el United, en el Milan o en el Ajax nos reconocemos a nosotros mismos, ya que todos ellos, junto al Real, no dejan de ser sino capítulos de la gran novela del fútbol europeo y mundial. Novela que está, no lo olvidemos nunca, muy lejos de España, del fútbol español, y de esos piratas sin moral ni códigos éticos válidos que cuando llegan a una final de la Copa de Europa despliegan un mosaico(en inglés, por supuesto, lengua de piratas y corsarios por antonomasia) con la leyenda “we love football” arrogándose con ello una superioridad moral sólo sostenida por el analfabetismo del español medio, por una maquinaria propagandística goebbeliana, y por Messi. 

Todo eso es barbarie, selva, jungla de cristal y oscurantismo. Madridismo es esa conciencia de ser la reserva moral de todo aquel individuo, nacional o extranjero, que perdido en un campo de batalla que ya no es el suyo, decide refugiarse bajo la bandera blanca, impoluta e inmaculada, alistándose así en la institución más libre y más universal que existe en el mundo del deporte, con el único objetivo de superar cualquier límite, de derrotar a todos y a todo, incluso a sí mismo. Sin desear imponer ninguna ideología, ni de aniquilar ningún símbolo ajeno al juego mismo llamado fútbol que constituye su razón de ser, sino que, bien al contrario, aspira únicamente a ser, en palabras de don Alfredo Di Stéfano, una “fábrica de sueños”.

Cuando Salgado se besó el escudo de aquella forma tan primitiva y emocional, yo sentí de nuevo ese orgullo de pertenecer a la civilización y al viejo imperio, y de tener frente a frente, pero a la vez tan lejos, a la barbarie.

¡¡HALA MADRID!!
Madridistas de Firgas

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